¿PARA CUÁNDO UNA PORTADA?
Camino a paso ligero calle abajo, después del café matutino
y algún que otro reproche de Philippe, el señor del tiempo me indica que tengo
diez minutos para intentar llegar a la redacción.
La luz de la mañana a esas horas es luminosa, brillante,
limpia, es una luz joven con toda su energía, renacida por el alba y proyectada
por los primeros rayos del astro candescente. Su claridad contrasta con el
amanecer de la gente, lento y precedido de largos rituales matinales y algo de
espesor mental. En mi caso ya había pasado todos esos rituales y mi cabeza
aunque andaba ajustándose ya estaba lista para afrontar un nuevo día.
A pocos metros de la cafetería, se encontraba el primer
punto donde hacía un alto, ya era de forma inconsciente. Un pequeño habitáculo
prácticamente cuadrado, ocupaba la mitad de la acera con una pequeña entrada
sin puerta en el centro, donde se encontraba Armando. Sin apenas espacio para
moverse, solo disponía de una silla plegable y su vieja caja registradora y a
su alrededor un mundo de papel y color forraba todas las paredes con cientos de
revistas. Dando la sensación de encontrarte ante una exposición singular,
rostros y títulos se fundían, formando
un collage al más icónico estilo de Andy Warhol.
Era imposible pasar y
no girar la cabeza hacia la izquierda, el exterior del quiosco estaba delimitado
a ambos lados de la entrada por mesitas
repletas de periódicos de papel suave, envolviendo la actualidad en esencia de
aromas de imprenta y tinta.
Entre ellos, como no, el que más tirada tenia era el Day At Day,
su cabecera en letras negras y fondo verde, destacaba entre el resto. Yo
desconocía la portada y contraportada la mayoría de ocasiones, así que solía
ojearlo de forma rápida, dado que Sandoval tenía especial interés por mi
corporativismo, el cual no era precisamente el de saber todo lo que ocurría ni
se publicaba en el diario.
–Buenos
días Toni ¿para cuándo una portada? –Era
el saludo que escuchaba cada día por parte de Armando desde que se publicó mí entrevista
en la contraportada. Aquella voz resonaba desde el interior, precediendo a un
mayor joven de sesenta y nueve años, o como prefieren llamarlos aquellos que les molesta cualquier
término que pueda ser mal interpretado y crean que se dice con desprecio,
Armando estaba en plena senectud.
Llevaba cinco años jubilado, pero cada mañana abría su
quiosco, como durante los últimos cuarenta y cinco años y como los cincuenta
anteriores, que su padre fundador del negocio, hizo. Sabía que la tradición no
continuaría, sus hijos estaban por otras labores y Armando no había hecho otra
cosa en la vida, que dar noticias.
Mi admiración por él era infinita, era historia viva de la
ciudad, era pura fuente de conocimiento. Desde su infancia le había acompañado
los periódicos, siempre recordaré el primer día que lo conocí, como me contaba
que apenas con diez años, iba por las calles medio adoquinadas, con su carrito
llenos de periódicos repartiéndolos por un sin fin de hogares y negocios, dado
que su padre no podía abandonar el quiosco. Armando ha acompañado varias
generaciones de periodistas y diarios, en su mayoría ya desaparecidos ambos.
Pero él decía que levantaría la persiana de su quiosco hasta el día que no se
pudiera levantar él.
–Buenos
días, Señor Armando, le veo muy bien, usted siempre tan generoso conmigo, ojala algún día tenga usted
razón y seamos portada, pero será cosa de los dos no solo mía. –Aquel hombrecillo, de
camisa a cuadros y pantalón de pana, apoyado en su bastón, pelo canoso y
revuelto, acompasaba su andar al ritmo de sus palabras, lentas pero certeras.
En mis días de bajón profesional, solía acudir a verlo y
pedirle consejo, él no entendía de tecnicismos ni tecnología, pero era sabio en
la vida y siempre encontraba un paralelismo con alguna historia suya, que me
hacía volar la imaginación y desconectar de este mundo. Armando sin escribir
una sola letra era el mejor contador de historias de toda la ciudad y yo era un
privilegiado por ser su oyente más fiel.
–Estoy
seguro que estos ojos míos lo van a ver, no tengo ninguna duda hijo, venga
espabila que ya vas tarde como siempre. –Armando
no pudo evitar sonreír al soltarme la reprimenda, pero cada día me pasaba
igual.
Solté el diario y despidiéndome con la mano en alto, proseguí
mi camino, la verdad que mis dos paradas matutinas me daban energía, Philiphe
me ponía las pilas y Armando me daba confianza, su último gesto fue enmarcarme
una foto suya con mi contraportada,
delante del quiosco. Yo no era de tener fotos en mi escritorio, pero esta era
muy especial y entre tanto desorden encontré un sitio para ella.
Lo siguiente a lo largo de la avenida era un sin fin de
negocios de todo tipo, y de tanto en tanto alguna terraza en el lado opuesto
tocando a la calzada.
En ese tramo del camino, era bastante conocido y no dejaba
de saludar a propietarios y clientes, muchas veces ignoraba verlos para no
entretenerme, incluso hacia por no verlos, como la panadería de Pedro, donde
más de un día traicionaba a Philippe y compraba uno de sus “cornudos”, rellenos
de chocolate desecho, que sí los hubiera probado la abuela Jueliette, habría
cambiado la receta de sus cruasanes, supuestamente Philippe no tenía ni idea de esta alta
traición.
Justo en la segunda intersección mi camino se desviaba a la
derecha, sin abandonar la misma acera, allí se encontraba Mauro, con sus
cupones de la ONCE, él no tenía quiosco, se pasaba toda la mañana plantado en
el paso de peatones, yo le bromeaba diciéndole, que era el tercer muñeco del
semáforo. A pocos metros de allí, se encontraba la iglesia del Sagrado Corazón,
regentada por el Padre Ángel, una autoridad de los Jesuitas, mi padre adoptivo,
pero eso es otra historia.
Desde allí ya se podía divisar el edificio del periódico,
por su altitud destacaba sobre el resto, era un edificio majestuoso, elegante ,
su fachada recubierta de cristalería opaca , era como tener un espejo gigante,
reflejando la imagen de la ciudad, un simbolismo evidente a su filosofía.
Aún recuerdo el primer día que lo vi, fue por motivo de mi
entrevista para cubrir el puesto de becario, me detuve justo en la entrada y
miré hacia arriba y pensé: “ahí arriba es donde quiero estar yo”. Por suerte ahí
estoy, sin dejar de pensar, que antes de llegar estaba abajo del todo. El “Day
At Day”, le había dado sentido a mi vida.
En el último tramo antes de encontrarme con Armando en el
vestíbulo, solía cruzarme con Don Carlos y su carrito de la limpieza. Don
Carlos trabajaba en la brigada de limpieza, uniformado con su mono de color
verde, siempre impoluto, junto a su gran escoba, haciéndola bailar como nadie,
hacía que tuviéramos seguramente la calle más limpia de toda la ciudad gracias
a él. Y cada mañana, me repita lo mismo:
–¡Como
te barra los pies, no te va a querer ni tu suegra!!!!
me encanta el nuevo elenco de personajes que van saliendo en la historia......
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